martes


Si existía alguna perfección en este mundo, por más mínima que fuera, ella pensaba que era él quien la representaba. Lo veía de lejos, distante como siempre. Separados por distancias infinitas, como si ella no estuviera, ni siquiera existiese; o como si él tan sólo formara parte de una foto, de esa pequeña eternidad, esa parte inmutable, ese recuerdo imborrable condenado a estar siempre del otro lado de la pantalla sentado como un David, posando de costado con una mano en el timón y la otra suspendida, saludando. Inmóvil formando parte de un paisaje de cuentos de hadas, entre lagunas y montañas.
De fondo sentía un piano de nuevo, esas noches sólo se sentía acompañada por algún sonido quebrado. Y ahí estaba, contemplándolo de la única manera que podía hacerlo. No pudo evitar relacionar la música con sus dedos, lo extrañaba demasiado. Más era lo que lo necesitaba. Y ya no estaba. Lo único que le quedaba era esa fotografía y el puñado de lágrimas que acaban de aparecer mezclándose con la música que esos dedos una vez le habían dedicado, esas manos que ahora sólo podía entrelazar con un monitor de por medio. Tan simples, tan sencillas. Divinas y hasta celestiales.
Y su mínima perfección la observaba con una media sonrisa dibujada haciendo que todo el paisaje pareciera de ensueños. De fondo las montañas de alguna tierra muy muy lejana, llena de pinos y manchones blancos que a veces eran nieve y otras veces tejados de mansiones. El agua tranquila, quieta, guardando secretos en las profundidades, tal vez algún tesoro escondido. Y él en primer plano, sonriente e informal, dándole la gota de perfecta realidad a la fantasía para que ella estuviera segura que ese lugar existía, él existió, lo sintió y todavía lo sigue sintiendo.

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