martes


P
arecía que todo había terminado. Su cuerpo vestido de negro acababa de desaparecer de la de la mirada de la multitud de espectadores, entre los que me encontraba yo sin dejar de aplaudir. Sin embargo, a los pocos segundos reapareció, con una ovación todavía más grande. Se acomodó el micrófono cerca de los labios, depositó con delicadeza una mano sobre las teclas blancas y la otra la dejó caer sobre su rodilla izquierda. Entonces entre una plácida tranquilidad y un brote de emoción que se le escapaba por los ojos, nos dijo en un perfecto inglés algo que nunca se me va a borrar de la memoria: “Todo lo maravilloso que le ha ocurrido a la humanidad, comenzó con un simple pensamiento en la mente de alguien. Y si cualquiera es capaz de tener dicho pensamiento, entonces todos nosotros tenemos la misma capacidad… porque somos todos iguales”. Me pareció algo tan bonito, tan sencillo, tan humano que en ese instante no pude evitar mi propio brote de emoción y querer dejarlo grabado por escrito en algún lugar, como ahora.

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