miércoles


La cámara no tenía baterías, no me dejó seguir congelando imágenes, capturando momentos de la vida, darles alguna especie de eternidad a las cosas sencillas; crear fotos subjetivamente bellas por el sólo hecho de ser simples. Salí a dar una vuelta con mi Ipod nuevo, feliz de poder llevar conmigo un poco de la música que calma el alma de esta escritora perdida. Di vueltas por mi barrio, hacía poco más de un mes que no estaba por estos lados. Algunas vidrieras tenían las persianas bajas con letreros del tipo “Cerrado por vacaciones”, otros mostraban vestidos de mil colores. La mayoría ya empezaron a promocionar productos para San Valentín, incluso esa casa que vende cuadros y algunos muebles con estilo vintage – que me llaman mucho la atención, pero no me terminan de atrapar... algún día voy a entrar- puso delante de todo, sobre una mesa redonda un par de tarjetas con corazones rojos de papel. Seguí dando unos pasos más por la calle Arroyo, no me acuerdo qué estaba escuchando, creo que una canción que es Soundtrack de la película “Crepúsculo”, un piano con un toque de violines.
Crucé la calle y de golpe me topé con mil relojes, señalándome el tiempo inmóvil, como el de una foto. Minutos que acaban de pasar, horas que estaban siendo vividas en algún lugar muy lejano. El reloj de pared con números romanos marcaba las 7.10, tal vez a esa hora a alguien le había cambiado la vida, tal vez alguien lloró por última vez, se encontró con algún pariente, pidió un taxi para no llegar tarde a quién sabe donde. Un montón de pequeños relojes sobre el mármol me decían que posiblemente a las 3.53 dos enamorados por fin se besaban, que a las 19.46 yo saqué alguna foto en la que aparece un extraño de fondo, compartiendo así una fracción de mi historia sin siquiera darnos cuenta. Otro me anuncia las 10 en punto, un niño se habría ido a dormir…Miré un poco más allá y vi más relojes, hasta que me perdí en la infinidad de mis pensamientos. El cartel gastado de ese local colgaba en la puerta de vidrio. “Cerrado” en letras doradas sobre madera vieja. El tiempo se había congelado, lo habían frenado, cerrado. Será que a veces tenemos la necesidad de mantener un recuerdo en un espacio sin segundos, por siempre.
No sé si alguna vez sentiste que te volvías una estatua en la nada, que todo se quedaba quieto –sintiempo- Como si el corazón se detuviese, la respiración se cortase, los sonidos desaparecieran y te invadiera algo extraño en el pecho, imposible de describir... como si te llenase la nada y tu piel sintiera frío, calor y satisfacción. A mi me pasó la primera vez que LO vi, tan perfecto como un ángel. Y me suele pasar cuando escucho alguna melodía como la que escucho ahora, cuando él vuelve a mi mente y no puedo hacer otra cosa que escribir un par de líneas y esperar para que el agua salada no empape mi visión.
Perdón, pero el ángel me sigue emocionando. Me gustaría esconderlo ahí, en esa casita de relojes, justo como la primera vez que mi tiempo se detuvo. Entrar en esa dimensión en la que no somos más que dos en una perfección interminable, inmutable. Inalcanzable.
Ideas imposibles.
Imposible.
Imposible? No. No, porque de alguna manera, podemos elegir mantener en la eternidad ese momento en el que la vida, el amor, la esperanza nos rodearon por completo, nos cambiaron. Nos determinaron. Y ahí están, así permanecen inmortales en el corazón, como agujas clavadas en momentos claves grabados en el alma.

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